jueves, 21 de enero de 2010

Échale la culpa al Facebook


Lo último que escribí aquí data de julio del año pasado; de eso hace... -qué suerte tener aún todos los dedos para poder hacer cuentas- nada más y nada menos que seis meses, léase medio año. No diré que me he hartado de oírlo, pero alguna de la poca gente que se ha pasado por estas páginas me llamó la atención respecto al abandono del blog. Claro está que no podía llevarles la contraria.

Y yo, que en mis más osadas expectativas me veo ganándome la vida escribiendo -tiene guasa, vaya que sí-, no sólo no les llevo la contraria, les doy la razón. No he escrito en mucho tiempo. Podría decir que me falló la inspiración, que ahora trato de recuperar cerveza en mano; ¿sería eso equivalente a decir que he dejado de beber durante seis meses? No sólo hay gente que puede dar crédito de lo absurdo de semejante afirmación, cualquiera que me conozca sabe que estaría mintiendo al decir algo así. Y no es que me considere un alcohólico, si creyera que lo soy hace tiempo que lo habría dejado. No, sólo soy un aficionado al etanol, no me dedico a él profesionalmente.

-Hago un pequeño inciso para hacer notar, por si alguien estuviera al corriente del asunto, que a pesar del cambio realizado en la gramática por la Real Academia de la Lengua Española en la versión abreviada del adverbio "solamente", que ahora se puede escribir "solo", yo pienso seguirlo escribiendo como siempre lo había hecho, con tilde. Tanto tiempo para asimilar una norma, y te la echan a perder, los desalmados...-.

No, no fue esa la cuestión, o la menos no fue una cuestión central. Ni la inspiración, ni la falta de temas. Por favor, estoy viviendo en el extranjero por primera vez en mi vida, por supuesto que hay cosas que contar, aunque no todo puede contarse.

Primero, porque escribir todo lo que te pasa supone una paradoja que haría necesario tener dos vidas para poder escribir todo lo que sucede y vivirlo a la vez, ya que mientras escribes lo que te pasa es que escribes, nada más -sin menospreciar lo que supone escribir, y todo lo que en esa acción hay de vida; pero si te pasas la vida escribiendo... ¿sobre qué vas a escribir? Menuda sobredosis de reflexividad-.

Segundo, porque éste es un espacio público. Y no todo lo que le pasa a uno es asunto de cualquiera, hay cosas que es mejor contar a la gente a quien quieras contárselo directamente.

Hasta aquí, sigo sin aportar una excusa válida para no haber escrito una sola línea. ¿Qué tal el olvido? No, recordaba perfectamente que había empezado un blog sobre este viaje. ¿La pereza? Mucho de eso ha habido, la verdad. En algún momento llegué a ponerme a escribir; sin embargo no llegué a publicarlo, me parecía malo.

Sí, algo de pereza había, de falta de ánimo. Y de no saber qué escribir, o de no querer escribir según qué, de no tener la inspiración, la valentía, las ganas, las palabras, el tiempo necesario. Pero quien guste de las viejas tradiciones y haya empezado a leer desde el principio, desde el título, sabe exactamente qué me ha impedido escribir en els blog en los últimos seis meses. No, no te he engañado: ha sido el Facebook.

Facebook, la herramienta más útil jamás creada para perder el tiempo. Después de todo, el ocio consiste en eso; y si alguna vez tuvimos tiempo de ocio para estar ociosos en abstracto, ahora podemos concretar esas horas en tareas tan seductoramente fútiles como curiosear sobre las vidas de personas a las que jamás hemos conocido ni llegaremos a conocer; limpiar con una pastilla de jabón ficticia a un animal de especie desconocida cuya vida virtual consiste en ganar dinero por visitar a otros animales de su especie -desconocida, repito-; plantar legumbres y hortalizas en un huerto ficticio o, en fin, acceder a todo un mundo de información y actividades que sin el Facebook no nos importarían lo más mínimo. Encima, el chat está tan mal hecho que cuando alguien me escribe algo el ordenador no me lo soporta y la configuración de colores se me cambia a básica del Windows Vista... aunque por ahí puede que estemos entrando en el apasionante y resbaladizo mundo de los sistemas operativos, donde Vista ocupa una posición de gran renombre, y no por sus virtudes precisamente.

Todo el tiempo que debería haber destinado a narrar mis aventuras, pues, lo perdí en el Facebook como un gilipollas. Lo reconozco. Sé que no soy el único, pero puedo ser el primero en aceptarlo.

A pesar de lo útil que pueda resultar, en mi caso en un lugar donde casi nadie de entre las personas a las que conozco y con las que convivo tienen teléfono -empezando por mí mismo-, no dudéis en culparle, porque no vais desencaminados. Algo va mal en vuestra vida, y si al menos en parte el problema es de falta de tiempo, Facebook tiene la culpa. Escurrid el bulto, no aceptéis vuestra responsabilidad: atribuid vuestras carencias a algo impersonal. Es lo que se lleva.

domingo, 19 de julio de 2009

Fauna


Cuando llevaba aquí poco más de un par de semanas, algo me picó en la mano. Fuera la que fuese la suerte de artrópodo autóctono que me atacó a traición mientras dormía, su picadura me provocó una reacción alérgica que aumentó aproximadamente en un 50% el volumen de mi mano izquierda, para cuya estabilización tuve que recurrir a una caja de grageas antialérgicas que tomé cada ocho horas durante tres días a razón de dos comprimidos por toma. No había sido mi primer contacto con la fauna local.

De hecho, los mosquitos aquí están hechos de otra pasta, sin duda. En una noche fatídica, poco antes que mi agresor misterioso lo hiciera, uno de esos seres nocturnos asaltó mi epidermis, dejando en mi brazo un rastro de estructuras cupulares amarillentas que supuraban, y que se conviertieron en heridas antes de ir desapareciendo. Estos, de momento, han sido mis peores encuentros. Espero no llegar a enfrentarme a alguna de las avispas que están fabicando su nido en un recoveco inalcanzable dentro de la estructura del porche de mi casa, porque sólo comparándolas con la enorme y mortal avispa gigante japonesa puedo ignorar su rotunda superioridad de tamaño respecto a nuestras modestas -y de picadura ya suficientemente dolorosa- avispas europeas.

La colección de artrópodos se extiende hacia extremos de la clasificación de las especies bastante alejados de aquellos a los que estoy acostumbrado, y muestra una variedad de lo más rica. Escarabajos, libélulas, saltamontes, avispas, hormigas, mariquitas... de esto hay, pero diferente. Incluso he visto alguno de aquellos bichos con tenazas en el extremo del abdómen a los que llamábamos "cortapichas" en el colegio. Pero, además, hay insectos extraños, como una especie de escarabajo alargado que al volar recuerda más a alguna especie de mariposa o polilla.

Al no conocer la identidad de mi agresor, el que me dio alergia, huyo de todos los insectos desconocidos, como si cualquiera de ellos pudiera ser venenoso.

Incluso los mamíferos podrían ser venenosos, quién sabe... Las marmotas, mapaches y ardillas pululan por el bosque que rodea mi lugar de trabajo, lo que me hace pensar que todos estamos en peligro. ¿Y si el mapache que salió corriendo del cubo de la basura de la entrada hubiera mordido a alguien? El pueblo entero podría haberse convertido en un segundo Racoon City, y canutas nos las habríamos visto para conseguir huir con vida de una nueva plaga de zombis. Tampoco me gusta cómo nos miran las ardillas, con que descaro se pasean tan cerca de nosotros y, sobretodo, esos ojos sedientos de sangre con que nos miran. Y las marmotas, silenciosas, escrutan nuestros movimientos desde la espesura...

Si los gorriones, o incluso los enormes cuervos me hacen pensar que podría estar en cualquier otro lugar, el resto de representantes de la familia de las aves me hace sentir como a Darwin en las Galápagos. Sería una tarea ardua clasificarlas, creo que durante la primera semana -cuando aún estaba realmente sorprendido por estas cosas- vi cada día un tipo de pájaro nuevo. También podría ser que algún gracioso se dedique a pintarlos regularmente para que parezcan diferentes.

lunes, 22 de junio de 2009

Un démi s'il vous plaît.


Junta en un pueblo no demasiado lejos del culo del mundo a un puñado de tipos de diferentes nacionalidades y procedencias. Desde luego que existen diferencias culturales, pero si nos estamos refiriendo a ese gran conjunto que podríamos llamar "occidente", lo cierto es que no son tantas como las similitudes. Junta, entonces, a un puñado de occidentales, y se pondrán a beber. Esa es una de las características de occidente: el alcohol.

Lo primero que aprendes en una lengua nueva son los tacos y cómo pedir cerveza. Los tacos, porque es lo primero que te enseñan; cómo pedir una cerveza, porque es lo primero que necesitas aprender. Bueno, puede que lo segundo, después de las cosas sencillas como "hola" o "gracias".

¿Qué hago aquí? Aparte de trabajar, por supuesto -y nunca al mismo tiempo-, beber. Si juntas a ese grupo al que me refería, en un sitio en el que no hay gran cosa que hacer, querrá hacer algo cada vez que aparezca la ocasión. Como te descuides, eso se traduce en beber a diario, o casi. Da igual el motivo: alguien llega, alguien se va, alguien es un año menos joven; es viernes, es sábado, es domingo o lunes -curiosamente, supongo que tiene que ver con que el domingo aquí es el primer día de la semana y no el último, los domingos y lunes son días activos para el ocio nocturno-; acabamos de cobrar, o queda poco... Si no hubiera nada que celebrar, nos lo inventaríamos para poder beber.

Ya llevo casi un mes aquí, este jueves se cumplirán treinta días. Supongo que habrá que celebrarlo.

miércoles, 27 de mayo de 2009

En algún rincón del mundo


Sainte-Adèle, un pueblo como cualquier otro de los que hay por aquí, eso creo. Una población de poco más de 10000 habitantes. Por ahora no lo parece, supongo que están dispersos, o que no salen mucho de casa. Se saben de memoria los paisajes que a mí, recién llegado, se me aparecen espectaculares; las casas de diferentes colores y formas que yo sólo había visto en las películas; los grandes almacenes, los bistros, los coches Dodge y GMC que tanto abundan -junto a los Honda y Toyota-; los grandes almacenes y su inmensa variedad de productos, las farmacias en las que venden cosméticos, Pringles, gafas de sol y bebidas energéticas, y en cuyo sótano, aparte del almacén, encuentras un pequeño estudio fotográfico improvisado donde te hacen la foto oficial para la tarjeta sanitaria -no es coña-.

Mientras el mascador de chicle virtual conducía el coche de cambio automático desde el aeropuerto a mi nuevo hogar, poco a poco, como en un sueño, iba adentrándome en este nuevo mundo. Las distancias son largas aquí en comparación con aquellas a las que la vieja y pequeña Europa nos tiene acostumbrados, así que tuve tiempo para pensar... sólo que estaba aún aturdido, de forma que sólo pude contemplar el paisaje mientras se iba volviendo mientras avanzábamos cada vez más verde y montañoso. Hablamos algo al principio; después, ya no dijimos nada.

Finalmente llegamos a una casa de madera, blanca y azul suave, con un porche desde el que se supervisaba un pequeño jardín de hierba sin cortar, cubierto de dientes de león. Mi nuevo hogar. Unos golpes en la ventana de la puerta del patio trasero -enmarcada en su correspondiente porche, que estaba ocupado por una bicicleta y un par de carros de la compra repletos de cascos de cerveza vacíos- hicieron salir a Patrice a recibirnos. Patrice, de Montpellier, francés de rasgos orientales, uno de mis compañeros de... piso. Bueno, de casa, aunque se me hace rara la expresión "compañeros de casa". En mi mundo los pisos se comparten; las casas, generalmente, albergan a una familia. Debería existir una cierta igualdad entre inquilinos para que yo pudiera decir que compartía casa con mis padres antes de venir aquí. No, compartíamos espacio, pero la casa era suya. Mis padres y yo nunca fuimos compañeros de casa.

Patrice me ofreció algo de beber, y a su pregunta respondí de forma instintiva, pues el instinto es lo que nos queda cuando el cambio horario ha bloqueado el resto de nuestras facultades. Acabé de beberme la cerveza mientras hablábamos de... no me acuerdo. Luca, mi segundo compañero, apareció al poco. Turinés, enjuto, algo hosco. Un buen tipo al que creo que la vida aquí no acaba de satisfacer. En un momento me dibujó un panorama desolador, una vida austera con muchas horas de trabajo extra inducidas por las dificultades económicas. Por un momento, la crisis había subido en mi vuelo como polizón.

Me instalé en mi habitación. Decidí estrenarla con una pequeña siesta.

Ocho horas más tarde me despertaba de nuevo en Sainte-Adèle, un pueblo como cualquier otro de los que hay por aquí, eso creo. Una población de poco más de 10000 habitantes. Por ahora no lo parece, supongo que están dispersos, o que no salen mucho de casa. Se saben de memoria los paisajes que a mí, recién llegado, se me aparecen espectaculares; a las casas de diferentes colores y formas que yo sólo había visto en las películas; a los grandes almacenes, los bistros, los coches Dodge y GMC que tanto abundan -junto a los Honda y Toyota-; los grandes almacenes y su inmensa variedad de productos, las farmacias en las que venden cosméticos, Pringles, gafas de sol y bebidas energéticas, y en cuyo sótano, aparte del almacén, encuentras un pequeño estudio fotográfico improvisado donde te hacen la foto oficial para la tarjeta sanitaria -no es coña-.

Caía
la noche. Me fui a dormir de nuevo. Me esperaba un día duro, mi primer día en Enzyme Testing Labs.



martes, 26 de mayo de 2009

Jet Lag


Unos 6000 kilómetros más allá. Casi ocho de horas de viaje. Después de haber pasado, de forma deliberada, una de esas noches en París que, entre otras cosas, me hacen adorar aquella ciudad; la falta de sueño me permitió que el viaje no se me hiciera más largo de la cuenta. Cerraba los ojos para abrirlos una hora después con la sensación de haber sencillamente parpadeado. Así, repetidas veces. El intenso olor a curry de mi compañero de vuelo, a pesar de lo que creí en un principio, no me supuso ningún problema.

El avión era, para mí, enorme. Nada que ver con las tartanas low-cost que constituían la totalidad de mi experiencia con aerolíneas hasta la fecha. La multitud, a lo largo de las tres hileras de butacas clase turista, emanaba un murmullo de ecos francófonos. Partimos pronto, por la mañana. Y mi cuerpo aún sigue sin acabar de comprender que casi ocho horas más tarde, seguía siendo por la mañana, aunque no fuera tan pronto. Cada mañana trato de hacérselo entender, sin éxito de momento.

Al llegar al aeropuerto de Trudeau, en Montreal, me esperaban los trámites administrativos para obtener mi permiso de trabajo. A mi cuerpo, ya en ese momento, le costó horrores comprender que mi nombre no aparecía en la base de datos. La mujer policía tras el mostrador de inmigración comentaba con un compañero el contratiempo, diciéndole que yo no existía. La miré con una fingida expresión entre la melancolía y el horror para decirle, parafraseándola, "I don't exist"; y ella comprendió la broma con el doble sentido entre el ser existencial y el administrativo. Un país donde los funcionarios tienen sentido del humor no puede ser malo. Mi no-existencia no iba a suponer un problema. Al fin y al cabo, mis papeles estaban en regla.

Al salir, no parecía que hubiera nadie esperándome. Y, sinceramente, me asusté un poco. Me imaginé esperando solo en aquella terminal, pensé en la forma de contactar con la empresa. Por suerte, después de salir y volver a entrar, distinguí a lo lejos mi nombre en un papel que sujetaba un chaval. Chaval es la mejor palabra que se me ocurre para describir al tipo que la compañía había enviado a buscarme. Llevaba una camiseta con el logo de Jackass; y, aunque ahora mismo creo que no mascaba chicle, lo cierto es que podría haberlo hecho sin que fuera algo fuera de contexto. Cuando imagino a alguien así, lo imagino mascando chicle. Bienvenido a Norteamérica.

Continuará...

miércoles, 20 de mayo de 2009

El largo adiós


Dudo que haya nadie a quien le gusten las despedidas. Yo no soy una excepción. Los trámites burocráticos habían congelado mi próximo viaje al Canadá. Debería haber estado allí el 11 de mayo, finalmente empezaré a trabajar el 25. Durante esas dos semanas de diferencia, no pude evitar entrar en un estado de latencia. Pendiente de mi partida, cualquier cosa que empezase carecía de sentido si no tenía que ver con los preparativos; incluso dejé de escribir y de leer casi por completo. La amenaza de algún imprevisto que pudiese retenerme, temporal o incluso indefinidamente, me tenía en vilo.

No obstante, cuando la espera llega a su fin, de pronto ya no tiene importancia alguna. El momento ha llegado, tanto da cuánto haya tenido que esperar. Una vez haya salvado el último -posible- obstáculo, los vuelos, lo siguiente será poner los pies en suelo canadiense, en el aeropuerto de Trudeau, Montreal. Voy a hacerlo a la vieja usanza: primero uno, luego el otro. Luego, paso a paso, a caminar...

Después de la ya vieja sensación de no avanzar, de andar en círculos a lo largo de los días y semanas que se sucedían, el camino se abre ante mí. Qué me depara, claro, no tengo ni idea. Pero prometer, promete.

En las últimas semanas vi La Garriga -como dijo un amigo, ese pueblo, tan amado... y tan odiado- con algo de nostalgia. Esto se lo debo a la perspectiva del viaje: mi pueblo, el lugar que más tiene que ver conmigo, con lo que soy; se me aparecía viejo y nuevo a la vez: viejo como el pasado que dejas atrás, nuevo por verlo por primera vez con los ojos de quien va a abandonarlo para vivir en otro lugar. Será, como mínimo, por un año. Puede que más, ¿quién sabe? Me desprendo de un pasado demasiado presente como para dejar paso al futuro.

Adiós, La Garriga. Por primera vez, tal vez, tenga la ocasión de echarte de menos. Hola, Sainte-Adèle, seguramente te echaré de menos también cuando llegue el momento. Adiós, hostelería. Si tengo que echarte de menos, permíteme dudarlo, espero que sea para siempre. Hola, industria del videojuego... en fin, el futuro se presenta, como siempre, mucho más plagado de incógnitas de lo que la imaginación pueda invitar a pensar. Si alguien me hubiera hablado de este momento de mi vida tiempo atrás, no le habría creído.

Mañana me espera el día frenético que merece mi costumbre de dejar demasiado para el último momento. Pasado mañana... será otro día. El día en que todo empieza.