miércoles, 27 de mayo de 2009

En algún rincón del mundo


Sainte-Adèle, un pueblo como cualquier otro de los que hay por aquí, eso creo. Una población de poco más de 10000 habitantes. Por ahora no lo parece, supongo que están dispersos, o que no salen mucho de casa. Se saben de memoria los paisajes que a mí, recién llegado, se me aparecen espectaculares; las casas de diferentes colores y formas que yo sólo había visto en las películas; los grandes almacenes, los bistros, los coches Dodge y GMC que tanto abundan -junto a los Honda y Toyota-; los grandes almacenes y su inmensa variedad de productos, las farmacias en las que venden cosméticos, Pringles, gafas de sol y bebidas energéticas, y en cuyo sótano, aparte del almacén, encuentras un pequeño estudio fotográfico improvisado donde te hacen la foto oficial para la tarjeta sanitaria -no es coña-.

Mientras el mascador de chicle virtual conducía el coche de cambio automático desde el aeropuerto a mi nuevo hogar, poco a poco, como en un sueño, iba adentrándome en este nuevo mundo. Las distancias son largas aquí en comparación con aquellas a las que la vieja y pequeña Europa nos tiene acostumbrados, así que tuve tiempo para pensar... sólo que estaba aún aturdido, de forma que sólo pude contemplar el paisaje mientras se iba volviendo mientras avanzábamos cada vez más verde y montañoso. Hablamos algo al principio; después, ya no dijimos nada.

Finalmente llegamos a una casa de madera, blanca y azul suave, con un porche desde el que se supervisaba un pequeño jardín de hierba sin cortar, cubierto de dientes de león. Mi nuevo hogar. Unos golpes en la ventana de la puerta del patio trasero -enmarcada en su correspondiente porche, que estaba ocupado por una bicicleta y un par de carros de la compra repletos de cascos de cerveza vacíos- hicieron salir a Patrice a recibirnos. Patrice, de Montpellier, francés de rasgos orientales, uno de mis compañeros de... piso. Bueno, de casa, aunque se me hace rara la expresión "compañeros de casa". En mi mundo los pisos se comparten; las casas, generalmente, albergan a una familia. Debería existir una cierta igualdad entre inquilinos para que yo pudiera decir que compartía casa con mis padres antes de venir aquí. No, compartíamos espacio, pero la casa era suya. Mis padres y yo nunca fuimos compañeros de casa.

Patrice me ofreció algo de beber, y a su pregunta respondí de forma instintiva, pues el instinto es lo que nos queda cuando el cambio horario ha bloqueado el resto de nuestras facultades. Acabé de beberme la cerveza mientras hablábamos de... no me acuerdo. Luca, mi segundo compañero, apareció al poco. Turinés, enjuto, algo hosco. Un buen tipo al que creo que la vida aquí no acaba de satisfacer. En un momento me dibujó un panorama desolador, una vida austera con muchas horas de trabajo extra inducidas por las dificultades económicas. Por un momento, la crisis había subido en mi vuelo como polizón.

Me instalé en mi habitación. Decidí estrenarla con una pequeña siesta.

Ocho horas más tarde me despertaba de nuevo en Sainte-Adèle, un pueblo como cualquier otro de los que hay por aquí, eso creo. Una población de poco más de 10000 habitantes. Por ahora no lo parece, supongo que están dispersos, o que no salen mucho de casa. Se saben de memoria los paisajes que a mí, recién llegado, se me aparecen espectaculares; a las casas de diferentes colores y formas que yo sólo había visto en las películas; a los grandes almacenes, los bistros, los coches Dodge y GMC que tanto abundan -junto a los Honda y Toyota-; los grandes almacenes y su inmensa variedad de productos, las farmacias en las que venden cosméticos, Pringles, gafas de sol y bebidas energéticas, y en cuyo sótano, aparte del almacén, encuentras un pequeño estudio fotográfico improvisado donde te hacen la foto oficial para la tarjeta sanitaria -no es coña-.

Caía
la noche. Me fui a dormir de nuevo. Me esperaba un día duro, mi primer día en Enzyme Testing Labs.



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